El sentido cristiano del sufrimiento humano

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Transcript El sentido cristiano del sufrimiento humano

La experiencia de Jesús
El ejemplo de Cristo
Podría parecer extraño y raro, pero los
Evangelios no reportan ninguna fórmula
o discurso de Jesús como explicación
del sufrimiento, de las enfermedades,
del mal. Ni son reportadas palabras de
“resignación”. Él se empeñó con
palabras y obras para que fueran
vencidas las causas del mal.
Ni Jesús buscó para sí mismo el
sufrimiento. Cuanto no pudo
evitarlo, porque estaba en el
camino de la fidelidad a la
voluntad del Padre, se sometió y
el sufrimiento adquirió un
sentido, perdió su inutilidad y
llegó a ser camino de acceso a la
plenitud de la vida no sólo para
Él, sino para todos nosotros.
Las palabras de la institución de la
Eucaristía manifiestan bien la
disposición del corazón de Jesús y su
intención profunda: “Tomad, comed,
éste es mi cuerpo”, “Bebed todos de él,
porque ésta es mi sangre de la Alianza,
que es derramada por muchos para
perdón de los pecados”. Esta energía
transformante, que introdujo en una
situación por sí misma sin sentido (y
que “niega” todo sentido) una semilla
de sentido y de valor, llega sólo de
Cristo.
Jesús, portador de gozo
y “hombre de los dolores”
Es singular el hecho que el Nuevo
Testamento nos presenta a Jesús como el
que contemporáneamente es portador de
gozo, el amigo capaz de consolar y aliviar, de
liberar de todo mal, y el “hombre de los
dolores”, el que “tiene mucho que sufrir”.
La manifestación de este doble rostro de
Jesús sigue un camino progresivo: antes
Jesús es el portador de alegría y de
liberación, luego llega a ser el “siervo
humillado”.
Al final de su vida, los dos rostros se
componen en el Crucificado - Resucitado:
el crucificado es resucitado, el resucitado
es el mismo que padeció y fue crucificado;
el que era descrito como “hombre de los
dolores”, ahora es el Viviente y manantial
de vida y de gozo para todos: este es el
anuncio pascual. La última palabra no
pertenece al dolor y a la muerte, sino al
gozo y a la vida.
Hay unidad profunda entre los dos
aspectos de la vida de Jesús en el
período de su actividad apostólica y
de su pasión. La unidad permanece
porque Jesús interpretó siempre su
vida como misión recibida por el
Padre para que todos los hombres
“tengan vida y la tengan en
abundancia“ (Gv 10,10). Todas las
circunstancias, alegres o tristes, son
por Él vividas como oportunidad para
cumplir su misión.
En particular en las horas del
Gestemaní y del Gólgota aparece la
humanidad de Cristo. En una narración
sobria, se habla de una “tristeza” que es
“ser triste hasta morir” de un “caer
rostro en tierra”, de un estado de
“abatimiento” y de “aturdimiento”, como
un “estar fuera de sí” porque es presa
de un presentimiento terrible. Jesús
siente “miedo”, es invadido por una
congoja que produce un sudor de
sangre y de agua.
El triple ir y venir, la repetición de la
oración al Padre, muy breve e intensa,
al Padre que no contesta, la búsqueda
de consuelo por los discípulos y la
ausencia de ellos: son todos
elementos que subrayan la soledad
extrema, el fracaso de su profundo
deseo de comunión. La voluntad del
Padre le parece incomprensible. No se
le ofrece ninguna explicación. Pero
permanece su sumisión confiada y
obediente.
A la experiencia de sufrimiento (físico
y psicológico) de la noche de la muerte
inminente se añade el sufrimiento que
viene de la noche de la fe: el silencio
de Dios. La plena adhesión a la
voluntad del Padre expresada por
Jesús (“Padre mío, si es posible, que
pase de mí esta copa, pero no sea
como yo quiero, sino como quieres tú”)
no comporta una revelación de Dios.
Este silencio del Padre será
sumo en el Gólgota. El punto
culminante del sufrimiento
de Jesús, en efecto, está en
el sentido de abandono por
parte de Dios mismo
expresado en el grito: “¡Dios
mío, Dios mío! ¿Por qué me
has abandonado?”.
Jesús ciertamente no padeció todos
los sufrimientos de orden material,
físico y psicológico que sufren los
hombres. Todavía padeció el centro o
el punto común de todos los
sufrimientos, es decir, el sentido de
injusticia, de absurdidad, de
abandono, de soledad extrema.
También Jesús se halló sólo sin las
evidencias humanas de los creyentes,
es decir, que Dios está siempre a lado
y está listo en socorrernos.
¿Cómo ha sufrido Jesús?
Los evangelios no nos presentan a un
Jesús “campeón” del sufrimiento, que lo
enfrenta con heroísmo. Jesús actúa, en
general, como hacemos nosotros. No lo
buscó, como atestigua un paso del
Evangelio según San Juan (Gv 7, 1.10:
“Después de esto, Jesús andaba por
Galilea, y no podía andar por Judéa,
porque los judíos buscaban matarle. …
Pero después que sus hermanos subieron
a la fiesta, entonces él también subió no
manifiestamente, sino de incógnito”).
Cuando se da cuenta de que el
sufrimiento es inevitable se decide con
fuerza y luego se comporta en modo
plenamente humano. En el Gestemaní
tiene un deseo, que el Padre aleje su
sufrimiento (“Padre, si es posible…”) y
busca el alivio de los discípulos y del
Padre en la oración.
“Como” Jesús sufrió está claro del
reporte de las siete palabras que los
evangelistas ponen en labios de Jesús .
Son, ante todo, palabras de verdad:
dicen, sin tapujos, su verdad de
“hombre” que grita y se queja por
una condición de dolor absurda:
“¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me
has abandonado?”. Y luego la
intensa invocación: “!Tengo sed!”,
gritada por Él que había dicho ser
“manantial de agua viva”. Jesús no
oculta la verdad de su pobre
humanidad, la necesidad que tiene
de los demás, el deseo profundo de
vivir y cumplir su misión.
Palabras de perdón, de acogida y de
esperanza. “Padre, perdónalos,…”,
donde quiere excusar la culpabilidad
de ellos. Al malhechor que le reza,
dice: “…hoy estarás conmigo en el
Paraíso”. A unos y a otro Jesús abre el
futuro, la esperanza. Y al futuro y la
esperanza abre también a su madre y a
Juan: “Jesús, …: «Mujer, ahí tienes a tu
hijo”. Luego dice al discípulo: «Ahí
tienes a tu madre”. Jesús no se queda
cerrado en su dolor.
Una gran palabra de confianza nos
transmite San Lucas, dicha por Jesús
ante de morir: “Padre, en tus manos
pongo mi espíritu”. Y otra palabra de
esperanza nos transmite San Juan:
“Todo está cumplido”.
Jesús en sus horas de pasión cumplió un
camino de transformación espiritual:
muere con la consciencia de haber
manifestado hasta al grado supremo el
amor salvífico de Dios; ahora todos
pueden cosechar los frutos.
Su muerte no tiene nada particularmente
heroico, vemos en ella una humanidad
cálida. Grita su pobreza, manifiesta su fe
y esperanza. Precisamente en aquel
momento el centurión romano se abre a
la fe: “Al ver el centurión, que estaba
frente a él, que había expirado de esa
manera, dijo: «Verdaderamente este
hombre era hijo de Dios»” (Mc 15,39).
Jesús vivió hasta el fondo su humanidad,
la verdad de su ser “hombre”, y por esto
mismo, manifiesta su divinidad,
revelando la verdad de Dios su Padre.
Todavía el significado definitivo del
sufrimiento de Jesús aparece en manera
completa sólo en el evento de la
resurrección. Ésta es la respuesta última
del Padre al grito del Hijo; la resurrección
da sentido y cumple la actitud de filial
confianza y obediencia. De esta forma la
resurrección no es una especie de
confirmación exterior al sufrimiento y a la
muerte. Sino está al interior de ellos; es
el fruto, la expresión gloriosa.
Como Jesús no explicó el sufrimiento,
tampoco lo eliminó. Lo vació de su
absurdidad, de su no - sentido, lo
desvirtuó; el sufrimiento permanece en la
vida de los hombres, pero ya está vencido;
Jesús mostró que el sufrimiento y la
muerte no son la última palabra, mostró
que se pueden vivir con fe y esperanza,
mostró que pueden brotar en la
resurrección. Esta es una respuesta
original, porque no es de palabras, sino de
hechos, viviendo al interior de la condición
humana de finitud, vulnerabilidad y
mortalidad.
Con su actitud de entrega confiada, de
auto - donación, permaneciendo fiel a sus
principios y valores, Jesús fue
trasformado por el sufrimiento y la
muerte.
De esta forma, por Él, una semilla divina
entró en el corazón del mundo, el
sufrimiento ajeno llegó a ser sufrimiento
suyo. El hermano, podemos decir, fue
despojado de su carga: la lleva Cristo.
Con su pasión y muerte, Cristo trasformó
el sentido de estas realidades: ahora son
(pueden ser) camino a la gloria.
Los sufrimientos y la muerte de cada
persona pueden asumir un sentido, a
condición de que estén insertos en Cristo.
El sufrimiento y la muerte no tienen un
sentido por sí mismos; su valor viene de
las actitudes con las que son vividas:
fidelidad a la propia vocación, amor
obediente, espíritu de oración. Y la misma
resurrección para el cristiano no es un
mero retornar a la existencia, sino el
término de un proceso de transfiguración,
de asimilación de los valores y actitudes
de Cristo.
El sufrimiento humano fue redimido
¿Qué sentido tiene el sufrimiento
después que el Hijo de Dios
Encarnado lo vivió personalmente?
¿Y cuáles son las actitudes que
tienen que madurar en el discípulo
de Cristo?
Dos son las actitudes fundamentales:
Amor radical para con el prójimo que
sufra, que llega a ser servicio humilde
y generoso para luchar en contra del
dolor y para aliviar los sufrimientos
(Iglesia como “comunidad aliviante”);
reconciliación con su propio
sufrimiento, con elementos negativos
y por fin con la muerte (Iglesia como
comunidad sanada por el amor de
abnegación del Crucificado).
¿Qué sentido puede tener nuestro
sufrimiento cuando es inevitable y
perdura? En tales circunstancias, no
parece que sea sabio buscar la causa,
afanarse detrás de la pregunta: “¿Porqué
me sucede esto?”. Mejor es preguntarse:
“¿Cómo puedo vivir esta situación?”.
Como puedo vivirla de manera humana y
significativa, de manera cristiana, como
discípulo de Jesús. ¿Cuál amor puedo
expresar en estas situaciones?
El conocimiento de las causas
puede ser importante para no
repetir los errores y para cuidarse
de los peligros futuros, pero cuando
el mal permanece y llega a ser
inevitable, la búsqueda de un
sentido, de una dirección es mejor.
Esta es una curación interior, que nace
porque se identificó un sentido también
en las condiciones de enfermedad y de
dolor. El sufrimiento humano, pues,
puede ofrecer la oportunidad de abrir a
las personas a otras potencialidades de
desarrollo. Hay experiencias, en efecto,
que, por sí mismas tristes y negativas, si
vividas como desafío y provocación,
abren los ojos a nueva perspectivas de
vida.
Ciertamente no es fácil percibir la
presencia de Cristo en cualquiera persona
que sufra; más difícil es estar persuadidos
de la presencia de Cristo que sufre en
nosotros mismos cuando vivimos
personalmente el dolor
Sólo la fe ayuda. Una fe que exige un
camino, tal vez largo y fatigoso, fruto de
la gracia y del ejercicio constante del
sujeto humano y del acompañamiento de
la comunidad.
Necesitamos ejercitarnos en esta actitud
de fe y educarnos, al mismo modo en el
que fuimos educados a reconocer en la
Eucaristía la presencia real de Cristo. En
este movimiento de asimilación del
misterio pascual de Cristo, el sufrimiento
está vencido en su interior y el sentido
de absurdidad viene superado viviéndolo
hasta el fondo, como hizo Jesús,
viviéndolo con Él, porque de hecho es Él
que la vive en nosotros.
Cuando vivimos una situación de
sufrimiento y no podemos evitarla y hay
suficientes motivos para retener que es
Dios que quiere asimilarnos a Cristo que
sufre, tenemos que vivir esta condición
en la fe que Jesús mismo vive y sufre
“con” nosotros y “en” nosotros. Él hace
suyo nuestro sufrir y, de tal manera, lo
trasforma en amor que redime, por
nosotros y por su Iglesia, por la entera
humanidad, objeto del amor del Padre.