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Recorrido Histórico D. Álvaro del Portillo
Cuando era muy joven, tenía sólo 12 años, sucedió un episodio que siempre consideró
como un detalle de la Providencia. Desde hacía tiempo su hermano mayor, Ramón, quería invitarle al
teatro. Arreglaron las cosas para ir una tarde al teatro Novedades, donde una conocida compañía
representaba con gran éxito el sainete “La mejor del Puerto”; era la tarde del 23 de septiembre de 1928 y el
aforo, de casi 900 butacas, estaba a rebosar. Por una circunstancia inesperada debieron cambiar el plan y
no fueron. En la función de la tarde hubo un accidente en el escenario y un farolillo prendió fuego al
decorado. Rápidamente el incendio se extendió al telón y al patio de butacas. Cundió el pánico y cientos de
espectadores se agolparon en las escaleras y las puertas de salida. Fue una gran tragedia; fallecieron
ochenta personas y hubo más de doscientos heridos.
Otro episodio similar, en su carácter providencial, le sucedió con 17 años en el verano de
1931. Poco antes de zarpar, declinó embarcarse en una travesía con su pandilla de amigos. Una inesperada
galerna hizo naufragar la embarcación y fallecieron todos excepto uno.
Cfr. J.Medina, p. 63 y S.Bernal , p.19
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La Ordenación Sacerdotal tuvo lugar el domingo 25 de junio a cargo del Obispo de
Madrid, Mons. Eijo y Garay. El rito fue oficiado en la capilla del Palacio Episcopal, el retablo original de esa
capilla se encuentra actualmente en el altar de Nuestra Señora de la Almudena, en la Catedral de Madrid.
San Josemaría no estuvo presente en la ceremonia litúrgica; a la misma hora celebraba el Santo Sacrificio
del Altar en el oratorio de Diego de León y pedía a la Trinidad Beatísima por la santidad de aquellos
nuevos sacerdotes.
Mons. del Portillo explicó este gesto de san Josemaría en los siguientes términos: «Para
nuestro Fundador, humana y sobrenaturalmente, aquel era un día de triunfo: después de tantos años de
rezar y trabajar para extender la Obra, después de tanta contradicción, después de haber oído decir a
muchas personas que no había solución canónica para esta ordenación de sacerdotes, llegaba el
momento en que tres hijos suyos iban a ser ordenados presbíteros. Nuestro Padre pudo haber ido, lógica
y lícitamente, a la capilla del Obispo de Madrid, donde don Leopoldo nos ordenó, pero prefirió no
encontrarse entre la multitud que acudió a la ceremonia. Pensó que, si iba, todo el mundo le querría
felicitar, y sería el centro de las miradas. —Yo escondido, a ocultarme y desaparecer, que eso es lo mío —
concluyó—; que solamente Jesús se luzca.
Cfr. J.Medina, cap.9,I
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El 6 de julio de 1935 acudió a la Residencia DYA para saludar al Fundador del Opus Dei antes
de partir hacia La Granja con sus padres y hermanos. «Aquel sacerdote se me había quedado grabado: era,
evidentemente, cosa de Dios. Y cuando estaba a punto de salir de Madrid, antes del verano, se me ocurrió:
voy a despedirme de aquel sacerdote que era tan simpático. Fui, aunque no le había visto más que cuatro o
cinco minutos. Me recibió y charlamos con calma de muchas cosas. Después me dijo: mañana tenemos un día
de retiro espiritual —era sábado—, ¿por qué no te quedas a hacerlo antes de ir de veraneo?».
Al día siguiente, domingo 7 de julio, asistió al retiro. Según sus propios recuerdos, san
Josemaría predicó «sobre el amor a Dios y el amor a la Virgen», y le conmovió profundamente: «Yo no había
oído nunca hablar de Dios con tanta fuerza, con tanto amor a Dios, con tanta fe». Durante ese retiro vio con
claridad una llamada divina que no esperaba, y decidió comprometer su vida en el Opus Dei. El Fundador le
explicó que debía ponerle unas letras.
"-Escribí cuatro líneas -evocaba tanto tiempo después-, redactadas con estilo de ingeniero. Venía a decir: he
conocido el espíritu de la Obra, y deseo pedir la admisión; algo así".
Cfr. Academia DYA: S.Bernal, p.8, J.Medina, p.92. Pitaje: 7.VII.35 (ad, o y fl-19.III.36)
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La cárcel de San Antón, o “Prisión Provincial de hombres número 2”, estaba situada en el
antiguo Colegio de San Antón —hasta entonces regentado por los Escolapios—, que había sido confiscado
por las autoridades. Allí se hacinaban cientos de reclusos en condiciones inhumanas, muchos de los cuales
fueron asesinados en Paracuellos del Jarama en noviembre y diciembre de aquel año.
Álvaro del Portillo casi nunca mencionó los sufrimientos padecidos en la guerra civil. Una de
las raras veces en que lo hizo fue en 1987, durante un viaje pastoral al Extremo Oriente. Se encontraba
impartiendo una charla a sacerdotes, y la pregunta de uno de los asistentes le llevó a detenerse sobre el
deber cristiano de perdonar las ofensas. Entonces, describió la situación de aquella cárcel: «Había una capilla
en la que estaban encerrados cuatrocientos presos. Una vez, un miliciano comunista se subió al altar
pateándolo y puso una colilla [un cigarrillo] en los labios de un santo; entonces, uno de los que estaban
conmigo se subió al altar y le quitó la colilla. Lo mataron inmediatamente por haber hecho eso. Era un odio
increíble a la religión». Y añadió: «Yo no había intervenido en ninguna actividad política (...) y me metieron
en la cárcel sólo por ser de familia católica. Entonces llevaba gafas, y alguna vez se me acercó uno de los
guardas —le llamaban Petrof—, me ponía una pistola en la sien y decía: “—Tú eres cura, porque llevas
gafas”. Podía haberme matado en cualquier momento».
Cfr. J.Medina, p.117. Encarcelamiento, 5.XII.36-28.I.37
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Detenido su padre al comenzar la guerra, el domicilio familiar no ofrecía ya seguridad.
Álvaro se trasladó a un hotelito de la calle Serrano, perteneciente a unos conocidos que estaban ausentes allí
se encontraba ya refugiado su hermano Pepe y también encontró cobijo Juan Jiménez Vargas.
Cuando llevaba tres o cuatro semanas escondido allí, se le ocurrió ir a las oficinas de la
Confederación Hidrográfica del Tajo para preguntar si aún seguía en nómina en el Ministerio de Obras
Públicas. La respuesta fue afirmativa y, además, le hicieron entrega de los sueldos atrasados.
Terminada esta gestión, se detuvo a tomar un refresco en La Mezquita, un bar muy conocido
de aquel barrio. Era un gesto absurdo, porque cualquier patrulla de milicianos podía pedirle la
documentación y detenerlo en plena calle. Más tarde, Álvaro atribuyó esa ocurrencia a los Ángeles
Custodios. «El caso es que mientras estaba allí, se encontró con el padre de José María González Barredo,
que le dijo: —¡Gracias a Dios que le encuentro! ¿Sabe quién está en mi casa? ¡El Padre! Me ha pedido que le
dejase descansar un momento, porque no puede más, no se tiene en pie. Pero resulta que el portero no es
de confianza y, si se ha dado cuenta, estamos todos en peligro. —Pues que se venga conmigo, dijo Álvaro. Y
así es como se fue el Padre al chalet de Serrano, junto con Álvaro y Pepe». En ese escondite pasaron el resto
del mes de septiembre.
Cfr. Bar la Mezquita actual Cafetería Santander, J.Medina, p.112
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El 2 de octubre de 1938, décimo aniversario de la fundación del Opus Dei, Álvaro pidió permiso
a la autoridad militar para viajar a Madrid –desde Guadalajara-, por motivos personales. En realidad, quería ir a
la capital para recibir la Sagrada Comunión y para que Isidoro Zorzano le entregase algunas Formas
consagradas, de manera que pudieran seguir comulgando hasta el día en que atravesaran el frente (Se
encontraba en la misma compañía con otros dos miembros de la Obra, Vicente y Eduardo). Se reunió con
Isidoro en un pequeño parque, en Atocha, y celebraron la fiesta tomando unos frutos secos. Isidoro le informó
de que el Señor le había hecho entender que el día del Pilar (12 de octubre), los tres estarían libres.
La presencia del Santísimo Sacramento marcó un nuevo ritmo en la vida militar de los tres
compañeros, que se turnaban para llevarlo consigo y custodiarlo. «Lo llevamos en mi cartera y, como de
costumbre, por turno. Como durante el día, entre instrucción de una u otra clase, apenas podemos hablar unos
con otros, no hay miedo a faltas de respeto. En cuanto tocan marcha, nosotros nos reunimos y apartamos de
los demás, procurando que no se note demasiado nuestra amistad. Por la noche, mientras los otros tres de la
pandilla hacen la cena, nosotros hacemos la Visita en forma de paseo. Vivimos con intensidad la fortaleza y la
verdad de la narración evangélica de los discípulos de Emaús: “¿No sentíamos arder nuestro corazón, mientras
caminábamos con Él?” Después, a la “cama”. Pero como estos momentos podían ser de peligro, por ser los de
expansión de la gente, el que lleva a D. Manuel [al Señor] queda paseando hasta que todo el mundo duerme;
hasta que no haya miedo a groserías ni blasfemias».
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El 9 de octubre la compañía inició una la marcha hacia el frente. Fue una dura caminata de
más de cuarenta kilómetros, en ocasiones bajo el fuego enemigo: «Subidas y bajadas; vueltas a un lado y
otro; cañones, arroyos, puertecillos, sendas que enseguida se pierden, matorrales que ocultan a la gente,
gritos, viento, blasfemias, ruidos nocturnos, las alpargatas que se niegan a seguir albergando los pies. ¿Un
puente romano? Más. Y más. Paradas, soldados que se pierden, muchachos que juran no poder
continuar... Y D. Manuel [el Señor] con nosotros; afectos, confianza, agradecimiento, cambios de palabras
de entusiasmo... ¡Qué larga la caminata para los demás! ¡Y qué corta para nosotros!».
El día 10 llegaron a la primera línea de combate. En aquel momento, Álvaro, Vicente y
Eduardo ya se habían ganado la confianza de los mandos, y recibieron la misión de realizar unas compras
en un pueblo cercano. Era la ocasión que estaban esperando. Con el pretexto de efectuar ese encargo,
abandonaron la unidad militar el 11, a las 7.30 de la mañana, y dieron comienzo a la fuga. Después de
superar la cresta del monte Ocejón y seguido el curso del río Sonsaz hasta el vado del Sorbe, pasaron la
noche en una cueva. El 12 de octubre entraron en Cantalojas, un pueblecito de la otra zona, precisamente
cuando sonaban las campanas de la iglesia parroquial que llamaba a la Misa de las nueve: era la fiesta de
Nuestra Señora del Pilar. Habían transcurrido menos de dos días en primera línea, y no llegaron a efectuar
ni un solo disparo. La previsión anunciada por Isidoro se cumplió en todos sus detalles.
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En este edificio, situado en un extremo del madrileño Parque del Retiro,
estudió la carrera de Obras Públicas entre 1928 y 1931. Algún año la compaginó con
la de Ingeniería de Caminos. Cuando empezó la preparación para el sacerdocio,
también cursó la licenciatura de Filosofía y Letras (por la universidad de Valencia), y
posteriormente realizó el Doctorado en Derecho Canónico y en Historia.
Cfr. J.Medina, cap.II, 4
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Casa natal. Sus padres habían vivido previamente junto a la
iglesia del Caballero de Gracia –cerca de la Puerta del Sol-. Después se
trasladaron a esta casa con vistas a la Puerta de Alcalá –donde Álvaro
nació- y, por último, ocuparon una casa en la calle posterior, Conde de
Aranda nº 16.
Cfr. J.Medina, p.34
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A los dos años y nueve meses de nacer, el 28 de diciembre de 1916, Álvaro recibió
el sacramento de la Confirmación de manos de Mons. Eustaquio Nieto y Martín, Obispo de
Sigüenza, en la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción, en Madrid. Era entonces legítima
costumbre en España que los niños fuesen confirmados a esas edades. El templo, de estilo
neogótico sobre una planta longitudinal de tres naves y con una torre de cuarenta y cuatro metros
de altura, había sido terminado dos años antes. En este mismo templo recibió la Primera
Comunión junto a sus compañeros de clase del Colegio de El Pilar, el 12 de mayo de 1921, cuando
tenía siete años.
Cfr. J.Medina, pp.34-35
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El 4 de octubre de 1920 fue para Álvaro —que ya había cumplido los seis años— su primer
día como alumno del Colegio de Nuestra Señora del Pilar. En aquel momento, la Primera Enseñanza en
España comprendía cuatro cursos: Parvulitos, Párvulos, Elemental e Ingreso.
El Colegio Nuestra Señora del Pilar, dirigido por los religiosos Marianistas, llevaba
funcionando trece años en Madrid y gozaba de prestigio. Al comenzar el curso académico 1920-1921 el
colegio contaba con ochocientos setenta alumnos. Las palabras evangélicas “la verdad os hará libres”,
constituían el lema que los chicos encontraban escrito en grandes caracteres, cada día, al acceder a las
aulas. El centro educativo se enorgullecía de ofrecer una educación “moderna”, que buscaba potenciar la
“armonía entre el cuerpo y el alma”. En este contexto, los deportes, las excursiones y los viajes formaban
parte relevante de su programa formativo. Igualmente, se ofrecían a los alumnos conferencias dictadas por
personajes de renombre en el ámbito cultural, así como actividades de teatro y de periodismo. También se
inculcaba el aprendizaje de lenguas extranjeras, especialmente el francés, que los chicos debían practicar
en los recreos. La formación religiosa era esmerada. El horario, de acuerdo con los usos de la época, se
prolongaba de lunes a sábado. Las clases comenzaban a las nueve de la mañana y concluían a las cinco y
media.
Cfr. J.Medina, cap.2 y S.Bernal, 15
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4 de febrero de 1934. Álvaro estaba dando una clase de Catecismo en la parroquia de San
Ramón, en Vallecas, como hacía habitualmente. Cuando terminó, le dijeron que unos cuantos agitadores de
la zona se habían organizado para propinar «una paliza fenomenal a cuatro o cinco que íbamos a dar la
catequesis». El ataque fue extremadamente violento: iban con propósitos homicidas. «Me dieron con una
llave inglesa en la cabeza. Me salvé de consecuencias aún mayores porque la agresión fue cerca de una boca
de Metro y tuve la posibilidad de escapar y de entrar en la estación en el mismo momento en que llegaba un
tren, en el que me pude meter —con el abrigo ensangrentado— perseguido por los que me atacaron, que
llegaron justo detrás de mí, cuando la puerta automática del Metro se había cerrado: por eso, quizá, no me
mataron».
Cuando llegó a casa, sus padres estaban fuera. Para no alarmar a sus hermanos, no les
explicó lo sucedido: comentó que se había caído en la calle. La empleada doméstica, Mercedes Santamaría,
al ver la gravedad de la situación, le acompañó a una Casa de Socorro, donde le atendieron deficientemente.
Como consecuencia, «se le infectó la herida, y tuvo unos dolores y unas curas de enorme sufrimiento y todo
lo llevó con santa resignación». El médico que se ocupó de él, en las semanas siguientes, comentó varias
veces a doña Clementina: «¡Vaya hijo más valiente tiene Vd.! ¡No se queja nunca!».
Cfr. J.Medina, p.78