Presentación Encíclica Lumen Fidei

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Transcript Presentación Encíclica Lumen Fidei

Fechada el 29 de junio de 2013,
solemnidad de San Pedro y San
Pablo, el Papa Francisco ha
dirigido la primer encíclica de su
Pontificado y la ha hecho pública el
5 de julio, en el marco del Año de
la Fe, convocado por su
predecesor y en ocasión del 50
aniversario del Concilio Vaticano
II y de los 20 años del Catecismo
de la Iglesia Católica.
INTRODUCCIÓN (nn. 1-7).
LUZ DE LUZ: Quien cree ve con
una luz que ilumina todo el
trayecto del camino: “Yo he
venido al mundo como luz, y
así, el que cree en mí no
quedará en tinieblas” (Jn 12,46;
Cfr 2Cor 4,6).
El mundo pagano creía en el SOL
INVICTUS pero éste aunque
podía iluminar la vida no podía
iluminar la muerte (n. 1).
¿Una luz ilusoria?..
Muchos contemporáneos
piensan que la fe es ilusoria;
que creer es lo contrario de
buscar (indagar), como decía
Nietzsche.
Para ellos, la fe es un
espejismo que nos impide
avanzar con libertad hacia el
futuro (n. 2).
Sin embargo, la luz de la sola
razón no logra iluminar
suficientemente; al renunciar a la
búsqueda de una luz grande, una
verdad grande, el hombre se ha
contentado con pequeñas luces
que alumbran el instante fugaz,
incapaces de abrir el camino.
Cuando falta la luz, todo se
vuelve confuso, es imposible
distinguir el bien del mal, la senda
que lleva a la meta de aquella otra
que nos hace dar vueltas y vueltas,
sin una dirección fija. (n. 3).
Una luz por descubrir….
Es urgente recuperar el carácter luminoso de la
fe, capaz de iluminar toda la existencia del hombre.
La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que
nos llama y nos revela su amor... Transformados por
este amor… experimentamos que en él hay una
promesa de plenitud… La fe, don sobrenatural, se
presenta como luz en el sendero, que orienta
nuestro camino en el tiempo (memoria fundante –
encarnación- y estrella del horizonte –
resurrección-…) que nos lleva más allá de
nuestro «yo» aislado, hacia la comunión. (n. 4).
El Papa Benedicto ha convocado al Año
de la Fe. Se trata de recuperar la fortaleza
de los primeros cristianos que
confesaban a Cristo como su Padre y a
la Fe como su Madre, puesto que les daba
a luz –diálogo entre Rústico y Hierax-(n. 5).
El año de la Fe se inicia
en el 50 aniversario del
inicio del Concilio
Vaticano II un Concilio
sobre la Fe (Pablo VI)
que ha hecho que la fe
brille en el mundo
contemporáneo (n. 6).
Estas líneas sobre la fe habían sido
prácticamente completadas por Benedicto
XVI a lo que refiere el Papa Francisco: “Se
lo agradezco de corazón y, en la
fraternidad de Cristo, asumo su precioso
trabajo, añadiendo al texto algunas
aportaciones. El Sucesor de Pedro, ayer,
hoy y siempre, está llamado a «confirmar
a sus hermanos» en el inconmensurable
tesoro de la fe, que Dios da como luz
sobre el camino de todo hombre” (n. 7).
CAPÍTULO PRIMERO: HEMOS CREÍDO EN EL
AMOR
(cf.
1Jn
4,16)
(nn.
8-22).
Abraham, nuestro padre en la fe….
La fe nos abre el camino y acompaña
nuestros pasos a lo largo de la historia, para
entender lo que es, tenemos que considerar el
camino de los creyentes, entre los que
destaca Abrahán, a quien Dios le dirige la
Palabra.
La fe se vincula a la escucha. La fe es la
respuesta a una palabra que interpela
personalmente, a un Tú que nos llama por
nuestro nombre (n. 8).
Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una
llamada a salir de su tierra. La fe “ve” en la
medida que camina.
La fe es “memoria” e invitación a abrirse a la
“promesa” de una vida nueva: ser padre de un
gran pueblo. La fe al ser “memoria del futuro”
se liga a la esperanza (n. 9).
Se le pide a Abrahán que se fíe de esta
Palabra, que es lo más seguro e
inquebrantable, es roca firme.
La fe es “´emûnah” que se deriva de
“´amán” y que significa sostener.
“El hombre es fiel creyendo a Dios, que
promete; Dios es fiel dando lo que
promete al hombre” (In Psal. 32, II) (n.10)
La Palabra de Dios aunque es novedad y
promesa no es ajena a la propia
experiencia del patriarca. Lo que la
Palabra le revela ya estaba inscrito en su
corazón. El Dios que pide a Abrahán que
se fíe totalmente de Él, le ofrece la
paternidad y revela su paternidad, es
origen de todo y todo lo sostiene. En la
prueba del sacrificio de Isaac Dios
muestra que Él garantiza la vida incluso
después de la muerte (n. 11).
La fe de Israel…
En el Éxodo, la historia del pueblo de
Israel sigue la estela de la fe de
Abrahán. La fe nace de un don
originario y es llamada a un largo
camino hacia la tierra prometida. Dios
es un Padre que lleva de la mano a su
hijo. Arquitectura gótica: historia de
los beneficios de un Dios que cumple
sus promesas (n. 12).
Israel ha caído en la tentación
de la incredulidad. Lo contrario
a la fe es la idolatría y la
conversión es separación de los
ídolos. “La idolatría no presenta
un camino, sino una multitud de
senderos, que no llevan a ninguna
parte, y forman más bien un
laberinto. Quien no quiere fiarse
de Dios se ve obligado a escuchar
las voces de tantos ídolos que le
gritan: «Fíate de mí» (n. 13).
En la fe de Israel destaca
Moisés, el mediador que habla
con Dios y transmite a todos
la voluntad del Señor. Así, el
acto de fe individual se inserta
en una comunidad. Esta
mediación es difícil de
comprender cuando se tiene una
concepción individualista y
limitada del conocimiento (n. 14).
La plenitud de la fe cristiana….
La fe de Abrahán estaba
orientada a Jesús (Jn 8,56). Los
patriarcas se salvaron por la fe,
no del que ya había venido sino del
que habría de venir. La vida de
Jesús es la manifestación suprema
y definitiva de Dios, de su amor por
nosotros. Es el amén último a Dios
(n. 15).
La mayor prueba de la
fiabilidad del amor de Cristo se
encuentra en su muerte por
nosotros (cf. Jn 15,13). “En este
amor, que no se ha sustraído a la
muerte para manifestar cuánto
me ama, es posible creer… nos
permite confiarnos plenamente
en Cristo” (n. 16).
La muerte de Cristo manifiesta
la total fiabilidad del amor de
Dios a la luz de la Resurrección.
La Resurrección le ha hecho
testigo fiel (1Cor 15,17).
En la resurrección los cristianos
confesamos el amor concreto y
eficaz de Dios, que obra en la
historia y determina su destino
final. (n. 17).
La fe mira a Jesús y mira desde el
punto de vista de Jesús, el Hijo
que nos explica a Dios (cf Jn 1,18).
“«Creemos a» Jesús cuando
aceptamos su Palabra, su
testimonio, porque él es veraz (cf
Jn 6,30). «Creemos en» Jesús
cuando lo acogemos
personalmente en nuestra vida y
nos confiamos a él, uniéndonos a
él mediante el amor y siguiéndolo a
lo largo del camino”. (n. 18).
La salvación mediante la fe...
El que cree es transformado en
una nueva creatura, en hijo.
La fe es reconocer la bondad de
Dios y poner a Dios en el centro y
confiar en nuestras obras es
ponernos a nosotros en el
centro: “de Aquel que te ha
creado no te alejes ni para ir a ti”
(n. 19).
La lógica de la fe tiene su centro
en Jesús, quien por la
encarnación y la resurrección
está en medio de los cielos y los
abismos. La fe en Cristo nos salva
porque en Él la vida se abre
radicalmente a un Amor que nos
precede y nos transforma, que obra
en nosotros y con nosotros; que
ilumina el origen y el final de la
vida, el arco completo del camino
humano (n. 20).
El cristiano puede tener los ojos de
Jesús, su condición filial, porque se
le hace partícipe de su Amor, que es
el Espíritu y así reconoce a Jesús
como Señor y Cristo vive en él (n. 21).
La forma eclesial de la fe.
La existencia creyente se
convierte en existencia eclesial:
los creyentes forman un solo cuerpo
en Cristo. “Los cristianos son
«uno» (cf. Ga 3,28), sin perder su
individualidad, y en el servicio a
los demás cada uno alcanza su
propio ser”. La fe se confiesa
dentro del cuerpo de Cristo. La fe
tiene una dimensión personal y
pública (Rom 10,10) (n. 22).
CAPÍTULO SEGUNDO: SI NO
CREÉIS, NO COMPRENDERÉIS (Is
7,9) (nn. 23-36)
Fe y verdad…
La fe nos sostiene, es como la
Roca. Si no creéis no
comprenderéis. Si no creéis no
subsistiréis (Is 7,9). Ante la
incertidumbre del Rey Acaz se le
invita a creer en el Dios del “Amén”
(Is 65,16), de la fidelidad. “Me
estabilizaré y consolidaré en ti…,
en tu verdad”. (n. 23).
En la verdad subsistimos y
comprendemos. La fe sin la
verdad está hueca. El hombre
tiene necesidad de
conocimiento, tiene necesidad
de verdad, porque sin ella no
puede subsistir, no va adelante.
La fe ofrece una luz nueva
superior a nuestros cálculos (n.
24).
En la cultura contemporánea
se tiende a aceptar como
verdad sólo la verdad
tecnológica o las verdades del
individuo, relativas. La verdad
grande, que explica la vida
personal y social en su
conjunto, es vista con
sospecha, como raíz de los
totalitarismos y de los
fanatismos (n. 25).
Amor y conocimiento de la
verdad…
La fe es un conocimiento
especial: con el corazón se
cree. El corazón es el centro
del hombre y enlaza el cuerpo
y el espíritu. Es decir la fe
transforma toda la persona,
porque la fe obra en el amor.
(n. 26).
Ludwig Wittgenstein menciona que la fe
es como el enamoramiento en donde se
vive un estado subjetivo. La revelación nos
manifiesta que el amor está vinculado a la
verdad y no a los puros sentimientos
volubles y por ello se transforma en camino
que perdura. En la misma manera que el
amor necesita de la verdad la verdad
necesita del amor para que no sea fría,
impersonal y opresiva. “Palomas son tus
ojos” es llegar al entendimiento de un
amor iluminado (Cant 1,15). (n. 27).
La fe es entonces un amor que se
convierte en fuente de
conocimiento. Por ello verdad y
fidelidad van a ir unidas y el Dios
verdadero es el Dios fiel (n. 28).
La fe como escucha y visión…
El Dios de la alianza que ama al hombre y le
dirige su Palabra vincula la fe a la escucha:
“fides ex auditu” (Rom 10,17), de allí que se
hable de la obediencia de la fe.
Los griegos favorecieron la visión y los hebreos
la escucha. En lo bíblico la escucha se une al
deseo de ver el rostro de Dios. El oído favorece
la llamada, la respuesta y que la revelación se
manifieste en el tiempo, y la vista aporta la visión
completa de todo el recorrido y nos permite
situarnos en el gran proyecto de Dios. (n. 29).
La conexión del ver y el
escuchar es favorecida en San
Juan y tiene su realización en
la encarnación de la Palabra. La
verdad que la fe nos desvela está
centrada en el encuentro con
Cristo, en la contemplación de su
vida, en la percepción de su
presencia (n. 30).
Con su encarnación,
Jesús nos ha tocado y, a
través de los
sacramentos, también
hoy nos toca. Con la fe,
nosotros podemos
tocarlo, y recibir la fuerza
de su gracia. Tocar con el
corazón eso es creer.
(n. 31).
Diálogo entre fe y razón…
La fe cristiana debe iluminar
toda la realidad a partir del amor
de Dios y encontró en el mundo
griego un referente para el
diálogo. El Evangelio se encontró
con el pensamiento filosófico y
llegó a todos los pueblos. Juan
Pablo II ha mostrado que la Fe y la
Razón se refuerzan mutuamente.
La fe ilumina todas las relaciones
humanas en Cristo (n. 32).
San Agustín comprendió la
trascendencia divina, y descubrió que
todas las cosas tienen en sí una
transparencia que puede reflejar la
bondad de Dios, el Bien. Comprendió
que Dios es luz que le orientó pero
su encuentro fuerte se dio en la
escucha y encuentro con el Dios
personal “Toma y Lee” y leyó Rom
13. Entonces unió la visión y la escucha
refiriendo una “Palabra que resplandece
dentro del hombre” (n. 33).
La luz del amor ilumina con la
verdad. Por eso la fe puede iluminar
los interrogantes de nuestro tiempo.
En lugar de hacernos intolerantes,
la seguridad de la fe nos pone en
camino y hace posible el
testimonio y el diálogo con todos.
Ensancha los horizontes de la razón
para iluminar mejor el mundo que se
presenta a los estudios de la ciencia.
La ciencia se beneficia de la fe
(n. 34).
Fe y búsqueda de Dios.
La luz de la fe Ilumina el camino de todos
los que buscan a Dios. Favorece el diálogo
con los seguidores de las diversas
religiones. Y al configurarse la fe como vía,
concierne también a los que, aunque no
crean, desean creer y no dejan de buscar. La
luz se hace camino (Mt 2,1-12). Abraham
antes de oír la voz de Dios ya lo buscaba en el
silencio. “Quien se pone en camino para
practicar el bien se acerca a Dios, y ya es
sostenido por él” (n. 35).
Fe y teología.
Al tratarse de una luz, la fe nos invita a
adentrarnos en ella. Del deseo de conocer
mejor lo que amamos, nace la teología
cristiana, que participa en la forma eclesial
de la fe, donde el Magisterio del Papa y de los
Obispos en comunión con él, asegura el
contacto con la fuente originaria, la Palabra de
Dios en su integridad. La teología como
ciencia de la fe es una participación en el
conocimiento que Dios tiene de sí mismo.
(n. 36).
CAPÍTULO TERCERO: TRANSMITO LO
QUE HE RECIBIDO (1Co 15,3) (nn. 37-49)
La Iglesia, madre de nuestra fe…
La fe que es escucha y visión se
transmite como Palabra y como Luz. El
doble ejercicio de la vida cristiana: “Creí
por eso hablé (2Cor 4,13) y “Reflejamos
la gloria del Señor y nos vamos
transformando en su imagen” (2Cor 4,6).
La fe se transmite por predicación y por
contacto (Cirio Pascual) (n. 37).
La fe, que nace de un encuentro,
tiene necesidad de transmitirse. Y la
fe se transmite mediante una cadena
ininterrumpida que pasa por las
coordenadas temporales de
generación en generación.
Si el hombre fuese un individuo
aislado, si partiésemos solamente del
“yo” individual, que busca en sí mismo
la seguridad del conocimiento esta
certeza sería imposible. (n. 38).
Es imposible creer cada uno por
su cuenta.
El “Creo” personal se sostiene en
el “Creemos” comunitario.
La apertura al nosotros eclesial
es la asimilación de un diálogo
en el que el Espíritu Santo
enriquece el misterio del Dios
Uno y Trino que se convierte en
comunión de personas (n. 39).
Los sacramentos y la
transmisión
de la fe…..
La Iglesia transmite a sus hijos
el contenido de su memoria,
por la tradición apostólica que
tiene una memoria fundante.
Pero la fe necesita testimonio
y comunicación y por ello no
basta un “libro”, y así en la
liturgia, por los sacramentos, se
comunica esta riqueza (n. 40).
La transmisión de la fe se
realiza en primer lugar
mediante el bautismo, que
nos convierte en hijos adoptivos
de Dios. La fe no es obra de
un individuo aislado. Nadie
nace por su propia cuenta.
Ahí recibimos también una
doctrina que profesar y una
forma concreta de vivir, que nos
pone en el camino del bien
(n. 41).
Sobre el catecúmeno se
invoca el nombre de la
Trinidad y al sumergirse en el
agua se muere al “yo”
personal para abrirse al “Yo”
de Dios haciendo vida las
palabras de Isaías: “Tendrá su
alcanzar en un picacho
rocoso… con provisión de
agua” (33,16) porque ha
encontrado algo consistente
donde apoyarse. (n. 42).
El bautismo de niños ayuda a
comprender el carácter comunitario
de la vida cristiana. Más que un
paso individual es un momento de
la vida que se vive dentro de la
comunidad de la Iglesia. San
Agustín decía que a los padres
corresponde no sólo engendrar a los
hijos, sino también llevarlos a Dios,
para que sean regenerados como
hijos de Dios por el bautismo y
reciban el don de la fe (n. 43).
La naturaleza sacramental
de la fe alcanza su máxima
expresión en la Eucaristía,
alimento para la fe. Allí
concluyen los dos ejes del
camino de la fe: el eje de la
historia y el que lleva del
mundo de lo visible a lo
invisible (n. 44)
En la celebración de los sacramentos, la
Iglesia transmite su memoria, en
particular mediante la profesión de fe. El
Credo tiene una estructura trinitaria en el
secreto más profundo de todas las cosas
que es la comunión divina. El Credo tiene
una profesión cristológica y quien
confiesa la fe debe ser transformado e
inserirse en la historia de amor que lo
abraza, que dilata su ser haciéndolo parte de
la comunión con la Iglesia (n. 45).
Fe, oración y decálogo
Otros dos elementos en la transmisión
fiel de la memoria de la Iglesia son la
oración del Señor, el Padrenuestro, y la
unión de la oración con el decálogo (Ex
20,2), cuyos preceptos, que alcanzan su
plenitud en Jesús, hacen salir del desierto
del «yo» cerrado en sí mismo, y entrar en
diálogo con Dios, dejándose abrazar por su
misericordia para ser portador de su
misericordia (n. 46).
Unidad e integridad de la fe…
La verdad será el mejor vínculo de
unidad ante un hombre que parece
unido en la tarea, el compartir y las
metas. El amor verdadero exige la verdad.
Expresa san León Magno: “Sí la fe no es
una, no es fe”. La fe es una porque Dios
es uno, el Señor es uno por el principio de
la encarnación y la Iglesia es una y así nos
sostendremos sobre la misma roca. (n. 47).
La fe debe ser confesada en su
pureza e integridad (cf. 1Tm
6,20). No se puede negar ni uno
sólo de los artículos. Quitar algo
a la fe es quitar algo a la comunión.
La fe es un cuerpo.
La fe es universal porque ilumina
todo el cosmos y la historia (n. 48).
Como servicio a la unidad
de la fe y a su transmisión
íntegra, el Señor ha dado a
la Iglesia el don de la
sucesión apostólica. El
Magisterio habla siempre en
obediencia a la Palabra
originaria sobre la que se
basa la fe (n. 49).
CAPÍTULO CUARTO: DIOS PREPARA UNA
CIUDAD PARA ELLOS (Hb 11,16) (nn. 50-57).
Fe y bien común..
Al presentar la fe de los patriarcas y de los
justos del Antiguo Testamento, la Carta a los
Hebreos pone de relieve que ésta no es sólo
un camino, sino también edificación de un
lugar en el que los hombres puedan convivir
(cf. 11,7) Así Noé, Abraham y el pueblo de
Israel saben que Dios prepara una ciudad para
el hombre. La solidez de esta Casa necesita de
la solidez de nuestras relaciones. (n. 50).
Por su conexión con el amor (Ga 5,6), la
fe ilumina las relaciones humanas; se
pone al servicio concreto de la justicia,
del derecho y de la paz. La fe en el amor
se vuelve relación. Sin un amor fiable, nada
puede mantener verdaderamente unidos a
los hombres. Las manos de la fe se alzan
al cielo, pero a la vez edifican, en la
caridad, una ciudad construida sobre
relaciones, que tienen como fundamento
el amor de Dios” (n. 51).
Fe y familia..
En el camino de Abraham
hacia la edificación futura,
Dios bendice a través de
los padres a los hijos. El
primer ámbito que la fe
ilumina en la ciudad de los
hombres es la familia.
(n. 52)
En la familia, la fe está
presente en todas las etapas
de la vida, comenzando con
la infancia. Por eso, es
importante que los padres
cultiven prácticas comunes de
fe en la familia. Sobre todo los
jóvenes deben sentir la
cercanía y la atención de la
familia y de la Iglesia. (n. 53).
Luz para la vida en sociedad..
La fe ilumina todas las relaciones
sociales y se expande en un camino
fraterno. La fraternidad sin referencia a
una paternidad no logra subsistir.
¡Cuántos beneficios ha aportado la mirada
de la fe a la ciudad de los hombres para
contribuir a su vida común! Gracias a la fe,
hemos descubierto la dignidad única de
cada persona. Toda persona es amada por
Dios (n. 54).
La fe nos hace respetar más la naturaleza
como una gramática escrita por Dios. La fe
nos invita a buscar modelos de desarrollo
que consideren la creación como un don del
que todos somos deudores; nos enseña a
identificar formas de gobierno justas,
reconociendo que la autoridad viene de Dios
para estar al servicio del bien común. Cuando
la fe se apaga, se corre el riesgo de que los
fundamentos de la vida se debiliten con ella.
Desaparecer la fe en nuestras ciudades debilita
la confianza entre nosotros (n. 55).
Fuerza que conforta en el sufrimiento..
En la hora de la prueba, la fe nos ilumina. El
Salmo 116 exclama: “Tenía fe, aún cuando
dije: «¡Qué desgraciado soy!»” (v. 10). El
cristiano sabe que habrá sufrimiento, pero le
puede dar sentido, convertirlo en acto de amor,
de entrega confiada en Dios, que no nos
abandona, y de crecimiento en la fe y en el
amor. El cristiano aprende a participar en la
misma mirada de Cristo. La muerte queda
iluminada y puede ser vivida como la última
llamada de la fe, el último “sal de tu tierra y
ven”, pronunciado por el Padre (n. 56).
¡Cuántos hombres y mujeres de fe han
recibido luz de las personas que sufren! San
Francisco de Asís, del leproso; la Beata Madre
Teresa de Calcuta, de sus pobres. En Cristo,
Dios ha compartido este camino y nos da luz. La
fe va de la mano de la esperanza y aunque la
morada terrenal se destruya, tenemos una
mansión eterna, que Dios ha inaugurado ya
en Cristo, en su cuerpo (cf 2 Co 4,16-5,5). El
tiempo siempre es superior al espacio. El
espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en
cambio, proyecta hacia el futuro e impulsa a
caminar en la esperanza (n. 57).
BIENAVENTURADA LA QUE HA
CREÍDO (Lc 1,4.5) (nn. 58-60)
La Madre del Señor es la tierra
buena que escucha, guarda y da el
fruto de la Palabra. Es icono
perfecto de la fe, como dice santa
Isabel: «Bienaventurada la que ha
creído» (Lc 1,45). Ella se une y
preside a las mujeres fieles. En el
fiat concibió “fe y alegría” (n. 58).
María está ligada
íntimamente en Cristo a
lo que creemos: en la
Encarnación se une la
filiación divina de Cristo
con la historia humana
(n. 59).
Nos dirigimos en oración a María, Madre de la Iglesia
y Madre de nuestra fe:
¡Madre, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra, para que
reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos,
saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que
podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su
amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de
cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a
madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para
que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en
nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que
es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
(n. 60).