Vida de Jesús

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Jesús es el Salvador
¿Por qué Jesús es el Salvador y por qué necesitamos de Jesucristo para salvarnos?
¿Por qué no nos podemos salvar solos, sin necesidad de Jesucristo, si somos buenos y
hacemos el bien.?
Resulta que si Jesucristo no hubiera venido a morir por nosotros, estaríamos todos
destinados al Infierno eterno. ¿Por qué? Por lo siguiente:
Dios es el Ser infinito, Perfecto, es la misma Bondad, el Amor, es el Todo, es el Ser
de dignidad infinita. Pues bien, cuando Adán y Eva cometen el primer pecado, ofenden a
Dios. Pero pensemos un momento en esto. Si un hombre insulta a otro hombre cualquiera
es algo que está mal y merece castigo; pero si ese mismo hombre dirige ese mismo insulto a su propia
madre, es algo que está peor y merece un castigo más grande; y si ese hombre insulta al mismo Dios, está
ofendiendo al Ser de dignidad infinita y merece un castigo infinito. Entonces el pecado de Adán y Eva, que
fue más que un insulto a Dios, merecía un castigo infinito, y no solo para ellos, sino también para toda su
descendencia, que somos nosotros, pues el pecado de origen se transmite de los padres a los hijos.
Entonces el hombre, que merecía un castigo infinito, no podía pagar con nada dicha deuda, pues el
hombre es un ser limitado y vive a lo sumo un poco más de cien años, y por más que haga cualquier cosa
en su vida, será todo limitado e imperfecto y no podrá saldar esa deuda infinita con la Justicia divina. El
hombre estaba destinado al Infierno. Aclaremos de paso que el Infierno es eterno porque el hombre no
puede soportar un castigo infinito en sí mismo, por ser una criatura limitada, entonces lo infinito del castigo
se reemplaza por una pena terrible pero limitada y que dura para siempre, eternamente. Eso es el Infierno
al que estábamos todos destinados.
Pero Dios no quiso dejar al hombre en esta situación porque lo ama mucho. Y entonces envió a su propio
Hijo, Jesucristo, que es Dios y hombre a la vez. Por ser Dios es infinito, y por ser hombre es uno de los
nuestros. Entonces Él, que es infinito, pagó con sus sufrimientos y muerte la deuda contraída por todos los
hombres. El castigo infinito que merecían todos los hombres, fue pagado por el sufrimiento infinito del Hijo
de Dios que es infinito por ser Dios. Por eso sin Jesucristo no hay salvación, y sólo Jesucristo es el
Salvador y a Quien debemos acudir para ser justificados ante el Padre eterno.
Entonces démosle gracias eternas por su amor y, para darle gusto, vamos a recordar y meditar los
principales momentos de su vida.


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El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una
ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una
virgen que estaba comprometida con un
hombre perteneciente a la familia de David,
llamado José. El nombre de la virgen era
María. El ángel entró en su casa y la saludó,
diciendo: “¡Alégrate, llena de gracia, el Señor
está contigo!”. Al oír estas palabras, ella
quedó desconcertada y se preguntaba qué
podía significar ese saludo. Pero el ángel le
dijo: “No temas, María, porque Dios te ha
favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo,
y le pondrás por nombre Jesús; él será
grande y será llamado Hijo del Altísimo. El
Señor Dios le dará el trono de David, su
padre, reinará sobre la casa de Jacob para
siempre y su reino no tendrá fin”. María dijo
al ángel: “¿Cómo puede ser eso, si yo no
tengo relación con ningún hombre?”. El ángel
le respondió: “El Espíritu Santo descenderá
sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con
su sombra. Por eso el niño será santo y será
llamado Hijo de Dios. También tu parienta
Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y
la que era considerada estéril, ya se
encuentra en su sexto mes, porque no hay
nada imposible para Dios”. María dijo
entonces: “Yo soy la servidora del Señor, que
se haga en mí según tu palabra”. Y el ángel
se alejó.
Lc 1, 26-38


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Durante su embarazo, María partió y fue sin
demora a un pueblo de la montaña de Judá.
Entró en la casa de Zacarías y saludó a
Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María,
el niño saltó de alegría en su vientre, e
Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: “¡Tú
eres bendita entre todas las mujeres y
bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy
yo, para que la madre de mi Señor venga a
visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó
de alegría en mi vientre. Feliz de ti por haber
creído que se cumplirá lo que te fue
anunciado de parte del Señor”.
María dijo: “Mi alma canta la grandeza del
Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en
Dios, mi Salvador, porque él miró con bondad
la pequeñez de su servidora. En adelante
todas las generaciones me llamarán feliz,
porque el Todopoderoso ha hecho en mí
grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su
misericordia se extiende de generación en
generación sobre aquellos que lo temen.
Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a
los soberbios de corazón. Derribó a los
poderosos de sus tronos, y elevó a los
humildes. Colmó de bienes a los hambrientos
y despidió a los ricos con las manos vacías.
Socorrió a Israel, su servidor, acordándose
de su misericordia, como lo había prometido
a nuestros padres, en favor de Abraham y de
su descendencia para siempre”. (Lc 1, 39-55)


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Por aquellos días salió un edicto de César
Augusto ordenando que se hiciera un censo
de todo el mundo. Este primer censo tuvo
lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban
todos a registrarse, cada uno a su ciudad.
Subió también José desde Galilea, de la
ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de
David, que se llama Belén, por ser él de la
casa y familia de David, para registrarse con
María, su esposa, que estaba embarazada.
Mientras estaban allí, se le cumplieron los
días del parto y dio a luz a su hijo primogénito,
le envolvió en pañales y le acostó en un
pesebre, porque no tenían sitio en el albergue.
(Lc 2, 1-7)


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Había en la misma comarca unos
pastores, que dormían al aire libre y
vigilaban por turno durante la noche su
rebaño. Se les presentó el ángel del
Señor, la gloria del Señor los envolvió
en su luz y se llenaron de temor. El
ángel les dijo: “No teman, pues les
anuncio una gran alegría, que lo será
para todo el pueblo: les ha nacido hoy,
en la ciudad de David, un salvador,
que es Cristo Señor; y esto les servirá
de señal: encontrarán un niño envuelto
en pañales y acostado en un pesebre.”
Y de pronto se juntó con el ángel una
multitud del ejército celestial que
alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios
en las alturas y en la tierra paz a los
hombres de buena voluntad.”
(LC 2, 8-14)


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Los pastores fueron rápidamente adonde les
había dicho el ángel del Señor, y encontraron a
María, a José y al recién nacido acostado en el
pesebre. Al verlo, contaron lo que habían oído
decir sobre este niño, y todos los que los
escuchaban quedaron admirados de lo que
decían los pastores. Mientras tanto, María
conservaba estas cosas y las meditaba en su
corazón. Y los pastores volvieron, alabando y
glorificando a Dios por todo lo que habían visto y
oído, conforme al anuncio que habían recibido.
(Lc 2, 16-20)


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Cuando llegó el día fijado por la Ley de
Moisés para la purificación, llevaron al niño a
Jerusalén para presentarlo al Señor, como
está escrito en la Ley: “Todo varón
primogénito será consagrado al Señor”.
También debían ofrecer en sacrificio un par de
tórtolas o de pichones de paloma, como
ordena la Ley del Señor. Vivía entonces en
Jerusalén un hombre llamado Simeón, que
era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de
Israel. El Espíritu Santo estaba en él y le
había revelado que no moriría antes de ver al
Mesías del Señor. Conducido por el mismo
Espíritu, fue al Templo, y cuando los padres
de Jesús llevaron al niño para cumplir con él
las prescripciones de la Ley, Simeón lo tomó
en sus brazos y alabó a Dios, diciendo:
“Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor
muera en paz, como lo has prometido, porque
mis ojos han visto la salvación que preparaste
delante de todos los pueblos: luz para iluminar
a las naciones paganas y gloria de tu pueblo
Israel”. Su padre y su madre estaban
admirados por lo que oían decir de él.
Simeón, después de bendecirlos, dijo a María,
la madre: “Este niño será causa de caída y de
elevación para muchos en Israel; será signo
de contradicción, y a ti misma una espada te
atravesará el corazón. Así se manifestarán
claramente los pensamientos íntimos de
muchos”. (Lc 2, 22-35)


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Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el
reinado de Herodes, unos magos de Oriente se
presentaron en Jerusalén y preguntaron: "¿Dónde
está el rey de los judíos que acaba de nacer?
Porque vimos su estrella en Oriente y hemos
venido a adorarlo". Al enterarse, el rey Herodes
quedó desconcertado y con él toda Jerusalén.
Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a
los escribas del pueblo, para preguntarles en qué
lugar debía nacer el Mesías. "En Belén de Judea,
le respondieron, porque así está escrito por el
Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no
eres la menor entre las principales ciudades de
Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el
Pastor de mi pueblo, Israel". Herodes mandó
llamar secretamente a los magos y después de
averiguar con precisión la fecha en que había
aparecido la estrella, los envió a Belén,
diciéndoles: "Vayan e infórmense cuidadosamente
acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado,
avísenme para que yo también vaya a rendirle
homenaje". Después de oír al rey, ellos partieron.
La estrella que habían visto en Oriente los
precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde
estaba el niño. (Mt 2, 1-9)


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Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, y al
entrar en la casa, encontraron al niño con María, su
madre, y postrándose, le adoraron. Luego, abriendo
sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y
mirra. Y como recibieron en sueños la advertencia
de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a
su tierra por otro camino. (Mt 2, 10-12)


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Después de la partida de los
magos, el Ángel del Señor se
apareció en sueños a José y le
dijo: "Levántate, toma al niño y
a su madre, huye a Egipto y
permanece allí hasta que yo te
avise, porque Herodes va a
buscar al niño para matarlo".
José se levantó, tomó de
noche al niño y a su madre, y
se fue a Egipto. Allí
permaneció hasta la muerte de
Herodes, para que se
cumpliera lo que el Señor
había anunciado por medio del
Profeta: Desde Egipto llamé a
mi hijo. (Mt 2, 13-15)


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Cuando murió Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños
a José, que estaba en Egipto, y le dijo: "Levántate, toma al niño y
a su madre, y regresa a la tierra de Israel, porque han muerto los
que atentaban contra la vida del niño". José se levantó, tomó al
niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel. Pero al saber que
Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su padre Herodes, tuvo
miedo de ir allí y, advertido en sueños, se retiró a la región de
Galilea, donde se estableció en una ciudad llamada Nazaret. Así
se cumplió lo que había sido anunciado por los profetas: Será
llamado Nazareno. (Mt 2, 19-23)


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Sus padres iban todos los años a Jerusalén a
la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió los
doce años, subieron como de costumbre a la
fiesta. Al volverse ellos pasados dos días, el
niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin
saberlo sus padres. Creyendo que estaría en
la caravana, hicieron un día de camino, y le
buscaban entre los parientes y conocidos;
pero, al no encontrarlo, se volvieron a
Jerusalén en su busca. Al cabo de tres días
le encontraron en el Templo sentado en
medio de los maestros, escuchándolos y
haciéndoles preguntas; todos los que le oían,
estaban desconcertados por su inteligencia y
sus respuestas. Cuando le vieron quedaron
sorprendidos y su madre le dijo: “Hijo, ¿por
qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo,
angustiados, te andábamos buscando.” Él les
dijo: “Y ¿por qué me buscaban? ¿No sabían
que yo debo ocuparme de las cosas de mi
Padre?”. Pero ellos no comprendieron la
respuesta que les dio. (Lc 2, 41-50)


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Él regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a
ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón.
Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en
gracia delante de Dios y de los hombres. (Lc 2, 51-52)


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Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se
presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan
se resistía, diciéndole: "Soy yo el que tiene
necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el
que viene a mi encuentro!". Pero Jesús le
respondió: "Ahora déjame hacer esto, porque
conviene que así cumplamos todo lo que es
justo". Y Juan se lo permitió.
Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En
ese momento se le abrieron los cielos, y vio al
Espíritu de Dios descender como una paloma y
dirigirse hacia él. Y se oyó una voz del cielo que
decía: "Este es mi Hijo muy querido, en quien
tengo puesta toda mi predilección". (Mt 3, 1317)


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Jesús, lleno del Espíritu Santo, regresó de
las orillas del Jordán y fue conducido por el
Espíritu al desierto, donde fue tentado por
el demonio durante cuarenta días. No
comió nada durante esos días, y al cabo de
ellos tuvo hambre. El demonio le dijo
entonces: "Si tú eres Hijo de Dios, manda a
esta piedra que se convierta en pan". Pero
Jesús le respondió: "Dice la Escritura: El
hombre no vive solamente de pan". Luego
el demonio lo llevó a un lugar más alto, le
mostró en un instante todos los reinos de la
tierra y le dijo: "Te daré todo este poder y el
esplendor de estos reinos, porque me han
sido entregados, y yo los doy a quien
quiero. Si tú te postras delante de mí, todo
eso te pertenecerá". Pero Jesús le
respondió: "Está escrito: Adorarás al Señor,
tu Dios, y a él solo rendirás culto". Después
el demonio lo condujo a Jerusalén, lo puso
en la parte más alta del Templo y le dijo: "Si
tú eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo,
porque está escrito: Él dará órdenes a sus
ángeles para que ellos te cuiden. Y
también: Ellos te llevarán en sus manos
para que tu pie no tropiece con ninguna
piedra". Pero Jesús le respondió: "Está
escrito: No tentarás al Señor, tu Dios". Una
vez agotadas todas las formas de
tentación, el demonio se alejó de él, hasta
el momento oportuno. (Lc 4, 1-13)


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Tres días después se celebraron unas
bodas en Caná de Galilea, y la madre
de Jesús estaba allí. Jesús también fue
invitado con sus discípulos. Y como
faltaba vino, la madre de Jesús le dijo:
"No tienen vino". Jesús le respondió:
"Mujer, ¿qué tenemos que ver
nosotros? Mi hora no ha llegado
todavía". Pero su madre dijo a los
sirvientes: "Hagan todo lo que él les
diga". Había allí seis tinajas de piedra
destinadas a los ritos de purificación de
los judíos, que contenían unos cien
litros cada una. Jesús dijo a los
sirvientes: "Llenen de agua estas
tinajas". Y las llenaron hasta el borde.
"Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven
al encargado del banquete". Así lo
hicieron. El encargado probó el agua
cambiada en vino y como ignoraba su
origen, aunque lo sabían los sirvientes
que habían sacado el agua, llamó al
esposo y le dijo: "Siempre se sirve
primero el buen vino y cuando todos
han bebido bien, se trae el de inferior
calidad. Tú, en cambio, has guardado el
buen vino hasta este momento". Este
fue el primero de los signos de Jesús, y
lo hizo en Caná de Galilea. Así
manifestó su gloria, y sus discípulos
creyeron en él. (Jn 2, 1-11)


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Después llegaron a Jericó. Cuando
Jesús salía de allí, acompañado de sus
discípulos y de una gran multitud, el hijo
de Timeo –Bartimeo, un mendigo
ciego– estaba sentado junto al camino.
Al enterarse de que pasaba Jesús, el
Nazareno, se puso a gritar: "¡Jesús,
Hijo de David, ten piedad de mí!".
Muchos lo reprendían para que se
callara, pero él gritaba más fuerte:
"¡Hijo de David, ten piedad de mí!".
Jesús se detuvo y dijo: "Llámenlo".
Entonces llamaron al ciego y le dijeron:
"¡Ánimo, levántate! Él te llama". Y el
ciego, arrojando su manto, se puso de
pie de un salto y fue hacia él. Jesús le
preguntó: "¿Qué quieres que haga por
ti?". Él le respondió: "Maestro, que yo
pueda ver". Jesús le dijo: "Vete, tu fe te
ha salvado". En seguida comenzó a ver
y lo siguió por el camino. (Mc 10, 46-52)
Una gran multitud acudió a él, llevando
paralíticos, ciegos, lisiados, mudos y
muchos otros enfermos. Los pusieron a
sus pies y él los curó. La multitud se
admiraba al ver que los mudos
hablaban, los inválidos quedaban
curados, los paralíticos caminaban y los
ciegos recobraban la vista. Y todos
glorificaban al Dios de Israel. (Mt 15,
30-31)


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Después dijo a todos: "El que quiera venir detrás de mí,
que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada
día y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la
perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará. ¿De
qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si
pierde y arruina su vida? Porque si alguien se
avergüenza de mí y de mis palabras, el Hijo del hombre
se avergonzará de él cuando venga en su gloria y en la
gloria del Padre y de los santos ángeles. Les aseguro
que algunos de los que están aquí presentes no
morirán antes de ver el Reino de Dios". Unos ocho días
después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y
Santiago, y subió a la montaña para orar. Mientras
oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se
volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos
hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que
aparecían revestidos de gloria y hablaban de la partida
de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén. Pedro y
sus compañeros tenían mucho sueño, pero
permanecieron despiertos, y vieron la gloria de Jesús y
a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos
se alejaban, Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien
estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra
para Moisés y otra para Elías". Él no sabía lo que
decía. Mientras hablaba, una nube los cubrió con su
sombra y al entrar en ella, los discípulos se llenaron de
temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que
decía: "Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo". Y
cuando se oyó la voz, Jesús estaba solo. Los
discípulos callaron y durante todo ese tiempo no dijeron
a nadie lo que habían visto. (Lc 9, 23-36)


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Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo
Jesús que había llegado su hora de pasar
de este mundo al Padre, él, que había
amado a los suyos que quedaban en el
mundo, los amó hasta el fin. Durante la
Cena, cuando el demonio ya había
inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón,
el propósito de entregarlo, sabiendo Jesús
que el Padre había puesto todo en sus
manos y que él había venido de Dios y
volvía a Dios, se levantó de la mesa, se
sacó el manto y tomando una toalla se la
ató a la cintura. Luego echó agua en un
recipiente y empezó a lavar los pies a los
discípulos y a secárselos con la toalla que tenía en la cintura. Cuando se acercó a Simón Pedro, éste le dijo:
“¿Tú, Señor, me vas a lavar los pies a mí?”. Jesús le respondió: “No puedes comprender ahora lo que estoy
haciendo, pero después lo comprenderás”. No, le dijo Pedro, ¡tú jamás me lavarás los pies a mí!”. Jesús le
respondió: “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte”. “Entonces, Señor, le dijo Simón Pedro, ¡no sólo los
pies, sino también las manos y la cabeza!”. Jesús le dijo: “El que se ha bañado no necesita lavarse más que los
pies, porque está completamente limpio. Ustedes también están limpios, aunque no todos”. Él sabía quién lo iba
a entregar, y por eso había dicho: “No todos ustedes están limpios”. Después de haberles lavado los pies, se
puso el manto, volvió a la mesa y les dijo: “¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me
llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los
pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que
yo hice con ustedes”. (Jn 13, 1-15)
Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomen y
coman, esto es mi Cuerpo". Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, diciendo: "Beban todos de ella,
porque esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos para la remisión de los pecados.
Les aseguro que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el vino
nuevo en el Reino de mi Padre". Después del canto de los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos. (Mt 26,
26-30)


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Cuando Jesús llegó con sus discípulos a una
propiedad llamada Getsemaní, les dijo:
"Quédense aquí, mientras yo voy allí a orar".
Y llevando con él a Pedro y a los dos hijos de
Zebedeo, comenzó a entristecerse y a
angustiarse. Entonces les dijo: "Mi alma
siente una tristeza de muerte. Quédense
aquí, velando conmigo". Y adelantándose un
poco, cayó con el rostro en tierra, orando así:
"Padre mío, si es posible, que pase lejos de
mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad,
sino la tuya". Después volvió junto a sus
discípulos y los encontró durmiendo. Jesús
dijo a Pedro: "¿Es posible que no hayan
podido quedarse despiertos conmigo, ni
siquiera una hora? Estén prevenidos y oren
para no caer en la tentación, porque el
espíritu está dispuesto, pero la carne es
débil". Se alejó por segunda vez y suplicó:
"Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin
que yo lo beba, que se haga tu voluntad". Al
regresar los encontró otra vez durmiendo,
porque sus ojos se cerraban de sueño.
Nuevamente se alejó de ellos y oró por
tercera vez, repitiendo las mismas palabras.
Luego volvió junto a sus discípulos y les dijo:
"Ahora pueden dormir y descansar: ha
llegado la hora en que el Hijo del hombre va
a ser entregado en manos de los pecadores.
¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca el que
me va a entregar". (Mt 26, 36-46)


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En cuanto amaneció, los sumos sacerdotes se
reunieron en Consejo con los ancianos, los
escribas y todo el Sanedrín. Y después de atar a
Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Este lo
interrogó: "¿Tú eres el rey de los judíos?". Jesús
le respondió: "Tú lo dices". Los sumos
sacerdotes multiplicaban las acusaciones contra
él. Pilato lo interrogó nuevamente: "¿No
respondes nada? ¡Mira de todo lo que te
acusan!". Pero Jesús ya no respondió a nada
más, y esto dejó muy admirado a Pilato. En cada
Fiesta, Pilato ponía en libertad a un preso, a
elección del pueblo. Había en la cárcel uno
llamado Barrabás, arrestado con otros revoltosos
que habían cometido un homicidio durante la
sedición. La multitud subió y comenzó a pedir el
indulto acostumbrado. Pilato les dijo: "¿Quieren
que les ponga en libertad al rey de los judíos?".
Él sabía, en efecto, que los sumos sacerdotes lo
habían entregado por envidia. Pero los sumos
sacerdotes incitaron a la multitud a pedir la
libertad de Barrabás. Pilato continuó diciendo:
"¿Qué quieren que haga, entonces, con el que
ustedes llaman rey de los judíos?". Ellos gritaron
de nuevo: "¡Crucifícalo!". Pilato les dijo: "¿Qué
mal ha hecho?". Pero ellos gritaban cada vez
más fuerte: "¡Crucifícalo!". Pilato, para contentar
a la multitud, les puso en libertad a Barrabás; y a
Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo
entregó para que fuera crucificado. (Mc 15, 1-15)


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Los soldados lo llevaron dentro del palacio, al
pretorio, y convocaron a toda la guardia. Lo
vistieron con un manto de púrpura, hicieron
una corona de espinas y se la colocaron. Y
comenzaron a saludarlo: "¡Salud, rey de los
judíos!". Y le golpeaban la cabeza con una
caña, le escupían y, doblando la rodilla, le
rendían homenaje. Después de haberse
burlado de él, le quitaron el manto de púrpura
y le pusieron de nuevo sus vestiduras. Luego
lo hicieron salir para crucificarlo. (Mc 15, 1620)


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Como pasaba por allí Simón de Cirene, padre de
Alejandro y de Rufo, que regresaba del campo, lo
obligaron a llevar la cruz de Jesús. Y condujeron a
Jesús a un lugar llamado Gólgota, que significa:
"lugar del Cráneo". (Mc 15, 21-22)


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Le ofrecieron vino mezclado con mirra, pero
él no lo tomó. Después lo crucificaron. Los
soldados se repartieron sus vestiduras,
sorteándolas para ver qué le tocaba a cada
uno. Ya mediaba la mañana cuando lo
crucificaron. La inscripción que indicaba la
causa de su condena decía: "El rey de los
judíos". Con él crucificaron a dos bandidos,
uno a su derecha y el otro a su izquierda. Los
que pasaban lo insultaban, movían la cabeza
y decían: "¡Eh, tú, que destruyes el Templo y
en tres días lo vuelves a edificar, sálvate a ti
mismo y baja de la cruz!". De la misma
manera, los sumos sacerdotes y los escribas
se burlaban y decían entre sí: "¡Ha salvado a
otros y no puede salvarse a sí mismo! Es el
Mesías, el rey de Israel, ¡que baje ahora de
la cruz, para que veamos y creamos!".
También lo insultaban los que habían sido
crucificados con él. (Mc 15, 23-32)


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Al mediodía, se oscureció toda la tierra hasta las tres
de la tarde; y a esa hora, Jesús exclamó en alta voz:
"Eloi, Eloi, lamá sabactani", que significa: "Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Algunos
de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: "Está
llamando a Elías". Uno corrió a mojar una esponja en
vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le dio
de beber, diciendo: "Vamos a ver si Elías viene a
bajarlo". Entonces Jesús, dando un gran grito, expiró.
El velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Al
verlo expirar así, el centurión que estaba frente a él,
exclamó: "¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de
Dios!". (Mc 15, 33-39)


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Era día de Preparación, es decir, víspera de sábado.
Por eso, al atardecer, José de Arimatea –miembro
notable del Sanedrín, que también esperaba el Reino
de Dios– tuvo la audacia de presentarse ante Pilato
para pedirle el cuerpo de Jesús. Pilato se asombró de
que ya hubiera muerto; hizo llamar al centurión y le
preguntó si hacía mucho que había muerto.
Informado por el centurión, entregó el cadáver a
José. Este compró una sábana, bajó el cuerpo de
Jesús, lo envolvió en ella y lo depositó en un sepulcro
cavado en la roca. Después, hizo rodar una piedra a
la entrada del sepulcro. María Magdalena y María, la
madre de José, miraban dónde lo habían puesto. (Mc
15, 42-47)


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Pasado el sábado, al amanecer del primer
día de la semana, María Magdalena y la otra
María fueron a visitar el sepulcro. De pronto,
se produjo un gran temblor de tierra: el Ángel
del Señor bajó del cielo, hizo rodar la piedra
del sepulcro y se sentó sobre ella. Su
aspecto era como el de un relámpago y sus
vestiduras eran blancas como la nieve. Al
verlo, los guardias temblaron de espanto y
quedaron como muertos. El Ángel dijo a las
mujeres: "No teman, yo sé que ustedes
buscan a Jesús, el Crucificado. No está aquí,
porque ha resucitado como lo había dicho.
Vengan a ver el lugar donde estaba, y vayan
en seguida a decir a sus discípulos: "Ha
resucitado de entre los muertos, e irá antes
que ustedes a Galilea: allí lo verán". Esto es
lo que tenía que decirles". Las mujeres,
atemorizadas pero llenas de alegría, se
alejaron rápidamente del sepulcro y corrieron
a dar la noticia a los discípulos. De pronto,
Jesús salió a su encuentro y las saludó,
diciendo: "Alégrense". Ellas se acercaron y,
abrazándole los pies, se postraron delante de
él. Y Jesús les dijo: "No teman; avisen a mis
hermanos que vayan a Galilea, y allí me
verán". (Mt 28, 1-10)


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Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un
pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez
kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban
sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y
discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió
caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos
lo reconocieran. Él les dijo: "¿Qué comentaban por el
camino?". Ellos se detuvieron, con el semblante
triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió:
"¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora
lo que pasó en estos días!". "¿Qué cosa?", les
preguntó. Ellos respondieron: "Lo referente a Jesús,
el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y
en palabras delante de Dios y de todo el pueblo,
y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas
cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de
madrugada al sepulcro y, al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos
ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las
mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron". Jesús les dijo: "¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta
creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para
entrar en su gloria?". Y comenzando por Moisés y continuando con todos los Profetas, les interpretó en todas las
Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir
adelante. Pero ellos le insistieron: "Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba". Él entró y se
quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces
los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían:
"¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?". En ese
mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los
demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: "Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!".
Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
(Lc 24, 13-35)


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Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se
apareció en medio de ellos y les dijo: "La paz esté
con ustedes". Atónitos y llenos de temor, creían ver
un espíritu, pero Jesús les preguntó: "¿Por qué
están turbados y se les presentan esas dudas?
Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo.
Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni
huesos, como ven que yo tengo". Y diciendo esto,
les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y
la admiración de los discípulos, que se resistían a
creer. Pero Jesús les preguntó: "¿Tienen aquí algo
para comer?". Ellos le presentaron un trozo de
pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de
todos. Después les dijo: "Cuando todavía estaba con
ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla
todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés,
en los Profetas y en los Salmos". Entonces les abrió
la inteligencia para que pudieran comprender las
Escrituras, y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías
debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer
día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre
debía predicarse a todas las naciones la conversión
para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos
de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha
prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que
sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto".
(Lc 24, 36-49)


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Después de su Pasión, Jesús se manifestó a
ellos dándoles numerosas pruebas de que
vivía, y durante cuarenta días se les apareció
y les habló del Reino de Dios. En una
ocasión, mientras estaba comiendo con ellos,
les recomendó que no se alejaran de
Jerusalén y esperaran la promesa del Padre:
"La promesa, les dijo, que yo les he
anunciado. Porque Juan bautizó con agua,
pero ustedes serán bautizados en el Espíritu
Santo, dentro de pocos días". Los que
estaban reunidos le preguntaron: "Señor, ¿es
ahora cuando vas a restaurar el reino de
Israel?". Él les respondió: "No les
corresponde a ustedes conocer el tiempo y el
momento que el Padre ha establecido con su
propia autoridad. Pero recibirán la fuerza del
Espíritu Santo que descenderá sobre
ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea y Samaría, y hasta los
confines de la tierra". Dicho esto, los
Apóstoles lo vieron elevarse, y una nube lo
ocultó de la vista de ellos. Como
permanecían con la mirada puesta en el cielo
mientras Jesús subía, se les aparecieron dos
hombres vestidos de blanco, que les dijeron:
"Hombres de Galilea, ¿por qué siguen
mirando al cielo? Este Jesús que les ha sido
quitado y fue elevado al cielo, vendrá de la
misma manera que lo han visto partir".
(Hechos 1, 3-11)